15 de abril de 2024

Por temperamento, una persona puede ser más impaciente que otra, pero gracias al carácter —al hábito aprendido— es capaz de corregir esa tendencia natural y mostrarse tan paciente y reflexiva como aquella. Educar a los hijos consiste precisamente en eso, en enseñarles a aprovechar al máximo las fortalezas de su temperamento, por un lado, y a hacer frente a sus debilidades, por otro.

El temperamento ofrece, por tanto, el cuadro de fortalezas y debilidades naturales que caracteriza a toda persona, una información muy útil a la hora de entender a nuestros hijos, de proporcionarles la ayuda y la guía que realmente necesitan.

Pero, aunque la forma más efectiva de inculcar en un niño buenos hábitos dependa de su particular temperamento —y por tanto, sea bueno que, en función de cada niño, esa forma varíe ligeramente: en algunos niños quizás haya que hacer hincapié en el autocontrol, en otros en la superación de los miedos, o en la fijación de metas, o en la generosidad, etc.—, el fondo que inspira todas y cada de las variantes —o que debería inspirarlas— es siempre el mismo: el cultivo de las virtudes cardinales.

Y esto es así porque el despliegue efectivo de estas virtudes es lo que en realidad nos permite, ¡y no es poco!, gestionar las emociones inteligentemente, considerar a los demás y discernir lo que está bien de lo que está mal.

Así las cosas:
• Para gestionar nuestras emociones, miedos y deseos, necesitamos las virtudes de la fortaleza y la templanza.
• Para actuar de forma responsable y respetuosa hacia los demás, necesitamos la virtud de la justicia.
•Para elegir nuestro verdadero bien y los medios para alcanzarlo, necesitamos la virtud de la prudencia.

Gracias al cultivo de las cuatro virtudes cardinales nos capacitamos, pues, para buscar la verdad, vivir en la realidad y amar sabiamente.

El temperamento ofrece el cuadro de fortalezas y debilidades naturales que caracteriza a toda persona.

Interpretar el temperamento en clave de virtudes
Quienes somos profesores sabemos bien cuán difícil es evaluar las cualidades de un niño o determinar adónde le conducirán. Pero lo que sí sabemos, habida cuenta del grado de plenitud, ciertamente desigual, que alcanzan en general las personas en la vida adulta, es que muchas de ellas tuvieron de niños serias deficiencias, y que sus padres y profesores no fueron capaces de detectarlas a tiempo. Al profesor, a pesar de la experiencia que le da los años, de la privilegiada perspectiva con la que cuenta tras ver pasar por el aula a una promoción de chicos tras otra, le resulta muy difícil apreciar con claridad lo que cada alumno necesita. Y para el padre, por su parte, el hijo es muchas veces un auténtico misterio, alguien para cuyo desentrañamiento no se siente preparado.

Conviene por ello prestar atención cuanto antes a las fortalezas del temperamento del niño, admirar las cualidades que posee y enseñarle a considerarlas preciados talentos, dones de los que debe hacer el mejor uso: un chico perseverante reúne las condiciones necesarias para ser paciente, lo que bien encauzado le servirá para cultivar la virtud de la fortaleza; un chico analítico cuenta con un poderoso recurso para entender e interpretar el mundo que le rodea; un chico accesible, capaz de comunicarse abierta y sencillamente con los demás, tiene clara ventaja a la hora de establecer con su entorno relaciones enriquecedoras; y así sucesivamente.

Estas son pistas que no deben pasar a nuestros ojos inadvertidas, pistas sobre las bondades del temperamento de nuestros hijos que desde el principio conviene ir reuniendo y, en la medida de lo posible, colocando en la escena de la virtud a través de nuestro propio ejemplo. Porque, aunque parece razonable pensar, por ejemplo, que los niños menores de tres años no están en disposición de tener en cuenta a los demás, y que sólo a partir de esa edad empiezan a abonar el terreno para cultivar —según este supuesto— la virtud de la justicia, el ejemplo que los padres les dan, incluso a aquellos que se encuentran en esa primera horquilla de edad, siempre es perceptible y valioso, y constituye la primera y más inmediata fuente inspiradora de virtudes. Todas las necesitamos porque, como escribió Aristóteles, “la felicidad es la recompensa de la virtud”.

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